Primera parte: http://fusilablealamanecer.blogspot.com.es/2013/11/nube-roja-y-la-resistencia-de-la-gran.html
Nube Roja y otros líderes de la Nación Cheyenne. (PD)
Esta
es la primera oportunidad que tengo de escribirle desde la gran
masacre, y para empezar le diré que siento vergüenza por haber formado
parte de aquello. No serviría de nada contarle cómo fue conducida la
lucha; me limitaré a decirle que pienso que el oficial al mando debería
ser ahorcado. Tras la batalla hubo una escena que espero no volver a ver
jamás: a los hombres, a las mujeres y a los niños se les quitaron las
cabelleras, se les cortaron los dedos para despojarlos de sus anillos.
Se disparó a niños pequeños mientras rogaban por sus vidas. Le dije al
coronel que creía que era un asesinato atacar a indios amistosos. Me
respondió diciendo: «Dios maldiga a cualquier hombre que simpatice con
esos indios». (Carta del teniente estadounidense Joseph Kramer a uno de sus superiores)
Noviembre de 1864. La tétrica noticia
corre por las grandes llanuras como un reguero de pólvora encendido:
setecientos soldados blancos, dirigidos por el sanguinario coronel John Chivington,
han atacado una aldea cheyenne en Colorado. Una aldea pacífica, no
involucrada en la guerra que otra parte de la Nación Cheyenne libra
contra los blancos. Una aldea teóricamente beneficiaria de la protección
estadounidense por efecto de un tratado con el gobierno de Washington. Y
aun así, los hombres de Chivington han cometido una carnicería que ha
horrorizado incluso a militares que formaban parte de esa misma
expedición: en su correspondencia personal y oficial, así como en los
informes verbales ante sus superiores, algunos de esos oficiales piden
abiertamente que el coronel Chivington sea llevado al patíbulo. Cuando
la noticia de la masacre empieza a circular por el país, incluso
renombrados enemigos de los nativos —como el antiguo trampero y
aventurero de la frontera reconvertido en líder militar Cristopher «Kit» Carson— hablan de la matanza con una mezcla de rabia y náusea:
Lo
que ese perro de Chivington y sus sucios sabuesos han hecho en Sand
Creek… sus hombres han disparado a mujeres y le han volado los sesos a
niños inocentes. Y llamáis a esos soldados «cristianos», ¿no es así? ¿Y
en cambio llamáis «salvajes» a los indios? ¿Qué pensará de esto el padre
celestial, que nos creó tanto a nosotros como a ellos? Te diré algo: no
me gusta un piel roja hostil más de lo que te gusta a ti. Y cuando son
hostiles he luchado contra ellos tan duramente como cualquier otro
hombre. Pero aún no le he puesto un dedo encima a una mujer o a un niño.
Y abomino de los hombres que sí lo hacen.
El suceso alcanza tal resonancia que el
mismísimo Congreso estadounidense se verá obligado a organizar una
comisión de investigación en la que se escucharán testimonios
verdaderamente tristes, como el de este soldado que estuvo presente en
Sand Creek: «Vi los cuerpos tendidos allí, cortados a trozos, con las
peores mutilaciones que yo hubiese visto nunca. Las mujeres despedazadas
a cuchillo, sus cráneos pelados, sus cerebros al aire. Gente de todas
las edades muerta en el suelo, desde bebés hasta guerreros. ¿Que quiénes
los mutilaron? Las tropas de los Estados Unidos».
Incluso Kit Carson, habitual enemigo de los indios en la batalla, se sintió horrorizado por la matanza de inocentes en Sand Creek. (PD) |
Si entre los estadounidenses de la época
—generalmente poco escrupulosos a la hora de despojar a los nativos de
sus tierras e incluso de sus vidas— se produjo tal reacción, cabe
imaginar la honda impresión que la noticia causó en las naciones indias.
La coalición sioux-cheyenne-arapajoe, ahora en guerra, conoció detalles
de aquellos hechos gracias a la llegada de supervivientes de Sand
Creek: indios antes pacíficos que tras haber sido testigos de la matanza
decidieron unirse a la lucha contra los Estados Unidos.
La masacre era un motivo más, pensaron
sin duda los jefes de la coalición, para no desfallecer en su
resistencia frente a una invasión blanca cada vez más cruenta. Sin
embargo, para librar una exitosa guerra contra los soldados blancos
necesitaban enfocar la estrategia bélica de manera distinta a lo
tradicional. Los indios de las praderas, cuando se enfrentaban entre sí,
estaban acostumbrados a librar guerras efímeras. Como mucho se
producían guerras «prolongadas» que no eran sino estados de
animadversión perenne entre determinadas naciones que por lo general se
manifestaban mediante incursiones fugaces y aisladas a nivel local.
Siendo tan escasa su población y disponiendo de un reducido número de
guerreros no podían permitirse guerras masivas ni prolongadas, así que
habían desarrollado una mentalidad combativa basada en la revancha
instantánea. Las partidas de guerra indias solían causar pocas bajas en
ambos bandos y estaban más dirigidas al pillaje o a la captura de
esclavos que a la exterminación del contrario. Los indios de
Norteamérica carecían de estrategia militar a largo plazo.
Y tan primitivas como sus estrategias
eran sus motivaciones bélicas, casi siempre puramente coyunturales ya
fuesen la disputa de un territorio de caza o la mera revancha por un
ataque anterior. Para los indios, la venganza era en principio un casus belli
legítimo. Una aldea atacada injustificadamente se consideraba con el
derecho e incluso con el deber de vengar la afrenta. En ocasiones se
conformaban con saquear a sus enemigos, pero lógicamente también se
podía llegar al frío asesinato, especialmente de los guerreros y los
líderes rivales. Nube Roja, por ejemplo, nunca fue un
hombre particularmente misericordioso y durante su juventud ejecutó más
de una venganza con sus propias manos. Un ejemplo: parte del clan donde
vivía se rebeló contra el Viejo Jefe Humo (tío materno de Nube
Roja, recordemos) mediante el teatral gesto de lanzarle tierra a la
cara. Tras la escenita, los rebeldes se escindieron del clan y formaron
uno propio con el que comenzaron a atacar las aldeas o campamentos de su
antiguo jefe. En una de aquellas incursiones llegaron a matar a otro
pariente de Nube Roja, quien tomó buena nota y participó vigorosamente
en una partida guerrera destinada a acabar con los rebeldes. En la
batalla final, el líder rebelde fue herido en una pierna y quedó sentado
en el suelo, incapaz ya de combatir. Nube Roja se dirigió directamente a
él. Pese a ver que estaba indefenso, pese a las súplicas que el líder
rebelde hacía por su propia vida, Nube Roja le apuntó con su arma a la
cabeza y tras pronunciar la frase «todo esto es por tu causa», disparó.
Matar a un hombre herido e indefenso fue un gesto inmisericorde, sin
duda, pero Nube Roja estaba imponiendo la férrea ley de las praderas. La
piedad, pensaba él, quedaba para quienes se la habían merecido y un
guerrero que había asesinado a antiguos compañeros de clan no la
merecía.
Pero Nube Roja nunca tuvo fama de hombre
injusto, más bien al contrario, y por eso logró escalar puestos hasta
la jefatura máxima cuando se declaró la guerra a los blancos. Es más:
pese a su acerado pasado como guerrero y pese al miedo que su nombre
estaba empezando a provocar entre los blancos, Nube Roja no era un líder
guerrero arrastrado únicamente por pulsiones de venganza, ni siquiera
sabiendo que aquellos blancos trataban de quitarle sus tierras a su
pueblo o que acababan de provocar un baño de sangre inocente en Sand
Creek (no fue el único de la época, por cierto, aunque sí el más
sonado). Nube Roja comprendía perfectamente que la guerra contra los
Estados Unidos no podía limitarse a la típica sucesión de golpes de
revancha. Los blancos estaban mejor armados, eran superiores en número
—aunque la ulterior leyenda propagandística en novelas y películas
afirmase lo contrario— y sobre todo eran capaces de reemplazar
rápidamente sus bajas con nuevos reclutas, algo que los indios no podían
permitirse. Así, aunque los indios preferían las guerras muy breves,
Nube Roja sabía que este nuevo conflicto debía ser planificado a medio
plazo. También había que elegir cuidadosamente los objetivos para crear
en el ejército rival una sensación de desgaste sin compensación. En esto
se distinguió de otros jefes indios, quienes pensaban que el
hostigamiento a las líneas de suministro y comunicación de los colones
estaban poniéndoles en situación de ventaja de cara a una negociación de
paz. Nube Roja, por el contrario, sabía que se necesitaba más. Y
entendía la necesidad de que sus nuevos objetivos fuesen sobre todo
militares: tenían que hacer entender a los soldados blancos que no
podrían establecer cómodamente su dominio en aquellas tierras.
Sus ideas fueron escuchadas. En 1865, la
coalición india atacó un puesto militar estadounidense llamado Platte
Bridge Station. Veintiséis soldados blancos murieron, entre ellos uno de
sus comandantes. Esto constituía un golpe tremendo para la sensación de
seguridad de los soldados en la región: hasta entonces los indios
habían hostigado las líneas de suministros y las caravanas de los
colonos, y a los militares porque estaban ejerciendo los militares como
escolta. Pero ahora los indios comenzaban a atacar directamente a las
guarniciones. La noticia llegó al general Greenville Dodge,
responsable de Fort Laramie, el mayor establecimiento militar en esa
parte del continente. Él ya había estado considerando planes para
detener la intensa actividad india, y ante el ataque de Platte Bridge
Station creyó necesario enviar una inmediata expedición de castigo a
gran escala. De hecho lo hizo de manera precipitada y sin un verdadero
estudio de la situación. Irónicamente, estaba adoptando la misma
estrategia primitiva que los indios habían desechado para el conflicto:
ir a la batalla como resultado de una venganza automática.
Dos mil seiscientos «casacas azules»
—aquel era el nombre que los indios daban a los soldados
estadounidenses— partieron de Fort Laramie decididos a apagar la
rebelión india. Era la llamada expedición del Powder River, principal
operación militar estadounidense desde el comienzo de las guerrillas
indias, ahora transformadas en una guerra abierta. Consistía en tres
columnas de soldados que se adentraron en los territorios de caza indios
de Nebraska, Wyoming y Montana. Los soldados estadounidenses eran
superiores en armamento y organización. Muchos de ellos, para colmo,
eran veteranos de la reciente guerra civil. Así que Greenville Dodge
creía ciegamente en la victoria. Aquel iba a ser el principal error de
toda su carrera.
La primera de las columnas, dirigida por el general de brigada Patrick Connor,
fue la única que obtuvo algunos éxitos iniciales. Se internó en el
territorio del actual estado de Wyoming y edificó un fuerte (Fort
Connor) desde el cual hostigar a los indios de la zona. Connor era un
militar despiadado: había tenido un importante papel en otra sangrienta
matanza de indios —la masacre de Bear River, donde murieron varios
centenares incluyendo a mujeres y niños— y también aquí dio la orden
inicial de matar a todo varón indio «de doce años de edad en adelante»
aunque, por fortuna, esa orden fue atemperada por un superior, muy
consciente del impacto todavía reciente de la masacre de Sand Creek.
Pese a la consabida brutalidad de Connor, contó con la inestimable ayuda
de algunos exploradores pawnee y omaha, que eran tradicionales enemigos
de los sioux. Las debilidades humanas, ni que decir tiene, también se
producían en el bando indio. Gracias a aquellos rastreadores, Connor
tomó por sorpresa a toda una aldea arapajoe en la batalla de Tongue
River, una emboscada que desembocó en una derrota aplastante del clan
indio. Sus soldados también consiguieron rescatar a una importante y
costosa expedición minera que había estado siendo asediada por los
arapajoes en la región.
El general Greenville Dodge planeó una operación de castigo que fue desmantelada por la coalición india. (PD) |
Pero aquí se detuvo el inicio triunfal
de Connor. Aquellos golpes no fueron suficientes para desanimar a los
arapajoes, quienes siguiendo las mismas tácticas que la coalición india
llevaba empleando desde hacía meses, procuraban dirigir sus ataques
sobre todo a los medios de transporte del enemigo. Así, poco a poco, las
carretas y monturas de los soldados estadounidenses iban
desapareciendo. Pronto los casacas azules tuvieron que moverse a pie,
sin suministros frescos y alimentándose con la carne los pocos caballos
que todavía les quedaban con vida. Finalmente, la capacidad operativa de
la columna de Connor terminó siendo prácticamente nula y las magras
victorias iniciales se habían obtenido a costa de un desgaste
inaceptable. La misión de Connor concluyó, pues, en total fracaso. Sus
tropas, desprovistas de caballos y comida, regresaron al fuerte para
refugiarse en espera de ayuda, incapaces ya de hacer frente a los indios
en campo abierto.
Las otras dos columnas de la gran
expedición del Powder River sufrieron un destino igual o incluso peor.
Tras adentrarse en Montana y Nebraska respectivamente, descubrieron que
no sabían cómo sobrevivir en aquellas tierras donde los indios se
desenvolvían con mucha mayor facilidad. La falta de pastos provocaba la
muerte de los caballos (cuando no eran propios los indios quienes
mataban o robaban a sus animales). El mal tiempo entorpecía la marcha.
La falta de conocimiento del terreno hacía que se perdieran o que diesen
vueltas en círculo, algo agotador, especialmente cuando empezaron a
verse obligados a ir a pie. Los nativos aparecían, atacaban brevemente y
desaparecían; así una y otra vez, dando la sensación de ser como
fantasmas a los que no se podía dar caza. Los soldados estadounidenses
se desmoralizaron y su voluntad combativa se desplomó. Cuando las dos
columnas —o lo que quedaba de ellas— consiguieron reunirse tras
experimentar un vía crucis por las praderas, partieron también hacia
Fort Connor buscando refugio. Cuando aparecieron allí, parecían, como lo
resumiría un historiador, «la tropa más patética que se haya visto
jamás en Wyoming».
En resumen: la triple expedición de
Powder River, que teóricamente debía finiquitar la guerra con los
indios, terminó en un absoluto desastre y provocó la completa desbandada
de las tropas estadounidenses enviadas desde Fort Laramie. Fue una
victoria india sin paliativos, en tres frentes distintos, y que
básicamente había desbaratado la fuerza militar estadounidense en la
región. Iniciado el verano de 1866, el Departamento de Interior del
gobierno los Estados Unidos pareció reconocer implícitamente su derrota
cuando envió a los indios un mensaje en el que invitaba a los jefes de
la coalición india a visitar Fort Laramie para firmar un tratado de paz.
Nube Roja tuvo que pensarse mucho si
debía acudir a la negociación o no. Algunos jóvenes guerreros muy
destacados de su tribu, como el ahora legendario Caballo Loco, se
oponían visceralmente a la negociación y consideraban que firmar la paz
en aquel momento era precipitado. Pero Nube Roja, como gran jefe que
era, tenía que atender a otras razones: por un lado consideraba que la
situación militar era lo bastante buena como para intentar forzar un
tratado beneficioso. Por otro, aún más importante, la temporada de caza
había sido muy mala y a los guerreros les iba a venir muy bien un tiempo
de paz para alimentar a los suyos, entre quienes comenzaba a amenazar
el hambre. Incluso podrían necesitar para vivir la indemnización de
guerra estadounidense —generalmente pagada en bienes— que pudiesen
obtener a raíz del acuerdo de paz. Finalmente Nube Roja aceptó negociar,
al igual que prácticamente todos los demás jefes participantes en la
guerra. En Fort Laramie se produjo un espectáculo sin duda notable
cuando numerosos grupos de guerreros indios acamparon en los alrededores
mientras sus jefes parlamentaban con el representante del gobierno, E. B. Taylor.
Pero la negociación, que en principio
parecía marchar bien, estaba condenada a fracasar desde el principio.
Los indios no tardaron en descubrir el doble juego que siempre se
practicaba desde el gobierno de Washington, o desde sus diferentes
ramificaciones regionales. La prueba de ello no pudo llegar en peor
momento: justo cuando los jefes indios estaban en Fort Laramie, apareció
una cuarta columna estadounidense. Eran un millar largo de soldados
dirigidos por el general Henry B. Carrington, cargados de
materiales de construcción y con la evidente misión de erigir un nuevo
fuerte en la región. Nube Roja no daba crédito a sus ojos. Al día
siguiente le enfureció comprobar que el general Carrington se sentaba en
la sesión de negociación como si tal cosa. Nube Roja se negaba a
parlamentar con un militar, porque la paz era un asunto entre gobiernos.
Para él, la aparición de Carrington y sus hombres era una prueba de que
los blancos continuaban empeñados en amenazar a los indios incluso tras
haber sufrido una seria derrota. La cosa estaba clara: los
estadounidenses fingían negociar la paz mientras se preparaban para
continuar la guerra.
Los jefes cheyennes y arapajoes, en
cambio, no consideraron tan grave el asunto. Al día siguiente se
presentaron ante Taylor y Carrington para seguir conversando, aunque
parecían más dubitativos, como si no estuviesen seguros de querer estar
allí. Y Taylor no dejó de notar que Nube Roja se encontraba ausente.
Quiso saber dónde estaba. La respuesta que recibió no fue nada
halagüeña: Nube Roja, le dijeron, se había marchado para continuar la
guerra por su cuenta. Nube Roja ya no quería firmar la paz y los jinetes
sioux volvían a cabalgar por las llanuras.
Nube Roja (derecha) junto a su compatriota sioux oglala, el jefe Caballo Americano. (PD) |
Aquello era un más que evidente signo de
que la guerra iba a continuar, pero Taylor estaba obcecado con obtener
un éxito político de aquellas negociaciones y decidió maquillar la
situación de cara a Washington. Envió un mensaje diciendo que el acuerdo
de paz era inminente y que casi todos los jefes indios de la región
iban a firmarlo. Admitía que Nube Roja se había negado a firmar y que
había partido hacia las llanuras acompañado de algunos centenares de
guerreros, pero que aquello no impedía pintar el triunfal retrato de la
paz inminente. En sus parciales informes, Taylor ni siquiera hizo notar
el hecho todavía más inquietante de que el puñetazo en la mesa de Nube
Roja había sacudido a sus aliados y que, gradualmente, los jefes
cheyennes y arapajoes estaban empezando a imitar el ejemplo de los
sioux. En sus informes, a Taylor se le olvidó decir que los
indios estaban siguiendo masivamente a Nube Roja. Y que el porcentaje de
jefes dispuestos a firmar la paz era cada vez menos representativo del
conjunto de la coalición.
En Washington compraron fácilmente las
mentiras de Taylor. Incluso más ansiosos por obtener rédito político de
la paz y también ansiosos por demostrar que se daban las condiciones
para finalizar su gran proyecto nacional —el ferrocarril
transcontinental—anunciaron a bombo y platillo un inminente tratado de
paz. La prensa, con igual despreocupación, vendió felizmente la piel de
un oso al que no se había cazado. A nadie en la capital se le ocurrió
comprobar si realmente Nebraska, Wyoming o Montana eran ya territorios
pacificados. No había comunicación telegráfica entre la capital y la
frontera, recordemos, y las noticias llegaban a caballo o en carreta. Y
como las últimas noticias decían que los indios estaban comenzando a
disgregarse —y era cierto, pero lo hacían para seguir la vieja costumbre
de pasar el invierno con los suyos incluso en tiempos de guerra— la
ilusión de una paz en el «salvaje oeste» se extendió hasta límites
absurdos. El mismísimo presidente de los Estados Unidos, Andrew Johnson,
se plantó en el debate sobre el estado de la nación —allí llamado
«debate sobre el estado de la Unión»— y se ganó los aplausos de sus
ilustres señorías presumiendo de que la guerra contra los indios había
terminado.
Pero lejos de allí, en aquellos mismos
días en que el presidente alardeaba desde el estrado, estaba sucediendo
algo completamente inesperado: contra todo pronóstico y aun habiendo
entrado en lo peor del invierno… los indios estaban reapareciendo.
Mientras en Washington se celebraba una
paz inexistente, un comando indio dirigido por Caballo Loco atacó un
tren de transporte de madera. En otro lugar, los guerreros nativos
tendieron una astuta trampa de factura casi napoleónica a la guarnición
de un pequeño fuerte, aparentando ser inferiores en número para atraer a
los soldados guarnecidos a campo abierto, en donde sufrieron una
ominosa derrota. Poco después, la coalición india atacaba por sorpresa
Fort Kearny, aquel nuevo fuerte construido a toda prisa por el mismo
general Harrington cuya aparición en las negociaciones de paz había
provocado la furia de Nube Roja. Los blancos volvieron a caer en la
trampa de intentar dispersar y perseguir a unos indios aparentemente
escasos que asediaban el fuerte: un contingente de soldados comandados
por un fogoso subordinado de Carrington —el capitán William Fetterman—
abandonó el fuerte para eliminar a los asaltantes. Y aquellos escasos
asaltantes parecieron huir (aunque dejándose perseguir) hasta un lugar
predeterminado en donde los casacas azules se vieron repentinamente
emboscados por una nube de guerreros comandados por Nube Roja: en la
aparentemente vacía pradera, como saliendo de la nada, atacaron los
arapajoes y los cheyennes desde un lado y los sioux oglala desde el
otro. Los estadounidenses quedaron justo en medio. No hubo piedad.
Ninguno de los casacas azules regresó con vida. Pero lo más
significativo tuvo lugar tras la batalla: los cadáveres de los soldados
blancos fueron mutilados en simbólica imitación de lo sucedido con los
habitantes del poblado de Sand Creek. Aquellas mutilaciones de cadáveres
pretendían enviar un claro mensaje a Washington: los indios no estaban
dispuestos a olvidar. Eso sí, hubo algún detalle sorprendente: el único
cadáver que no había sido mutilado era el del corneta Adolph Metzger,
inmigrante alemán enrolado en la infantería que había dado grandes
muestras de valor durante la batalla, atacando a los indios con su
corneta a modo de porra metálica (lo sabemos porque los propios indios
lo contaron más adelante). Los indios, en señal de admiración por el
evidente coraje del corneta, no solamente habían respetado la integridad
de su cadáver sino que lo habían envuelto en una piel de búfalo, gesto
de respeto con claros tintes ceremoniales.
En Fort Kearny, extrañados por la
ausencia de noticias de los soldados que habían partido persiguiendo a
los indios, enviaron un nuevo contingente de tropas en ayuda de la
primera expedición. Todo lo que encontraron fue la espantosa imagen de
los cadáveres concienzudamente desfigurados. Aquella fue la «matanza de
Fetterman», uno de los hechos definitorios de la «Guerra de Nube roja».
Durante varios días, más allá de Fort
Kearny, nadie tuvo noticia de la matanza. Menos de una semana después,
en la guarnición más cercana —Fort Laramie, a casi cuatrocientos
kilómetros— desconocían por completo lo sucedido y mientras una tormenta
de nieve azotaba el paisaje, en el interior del fuerte tenía lugar un
despreocupado baile navideño donde oficiales y sus esposas lucían sus
mejores galas al estilo de cualquier película de John Ford. Pero
aquella no sería la imagen más cinematográfica de la velada, porque de
repente, irrumpiendo en plena fiesta, apareció un mensajero recién
llegado desde Fort Kearny. El soldado presentaba un aspecto lamentable:
estaba cubierto por la escarcha, temblando de frío y al borde del
colapso por agotamiento tras haber forzado la marcha para cubrir la
distancia que separaba ambos fuertes —más o menos la misma distancia que
hay entre Madrid y Valencia— en cuatro jornadas a caballo, por la
nieve, bajo la ventisca y afrontando un frío inhumano que en ocasiones
podía superar los treinta grados bajo cero. Ante la dantesca visión del
mensajero, la música cesó y todos se dispusieron a escuchar las malas
noticias que el pobre tipo traía desde Fort Kearny: los indios habían
reaparecido en pleno invierno contra todo pronóstico, habían masacrado a
Fetterman y su tropa, y amenazaban con asaltar directamente el fuerte y
diezmar a las pocas fuerzas que le quedaban al general Carrington.
Aunque mucho menos conocido en Europa, el capitán William Fetterman sufrió un desenlace similar al del general Custer. (PD) |
Así, en Fort Laramie supieron no solo
que la guerra no había terminado, sino que tendrían que enviar urgentes
refuerzos a Fort Kearny. Le preguntaron al mensajero si había visto
indios durante su largo camino entre ambos fuertes. El soldado afirmó no
haber visto absolutamente a ninguno, pero nadie interpretó
adecuadamente aquel hecho: siendo ya legendaria la capacidad de los
nativos para hacerse invisibles sin por ello dejar de acechar a sus
enemigos, podía pensarse que les había interesado particularmente que
las noticias de su ataque fuesen conocidas en Fort Laramie (o de lo
contrario, claro, aquel mensajero jamás hubiese llegado a Fort Laramie
con vida). Aquella era una idea inquietante que alguien debió haber
tenido en cuenta: ¿por qué los indios no se molestaron en evitar que
Fort Laramie recibiese el mensaje y enviase refuerzos? Pero en Fort
Laramie no se detuvieron más de la cuenta en analizar aquella sospechosa
situación o bien se sintieron en la obligación de responder
inmediatamente a la solicitud de ayuda. Así que tras haber visto
abruptamente interrumpidas sus galas navideñas, un contingente de tropas
partió hacia Fort Kearny para ayudar al fuerte supuestamente asediado.
No fue un viaje fácil: los soldados de refuerzo tuvieron que hacer el
camino inverso al del mensajero, padeciendo las mismas temperaturas
dignas de la Antártida. Al menos uno de los hombres murió de frío
durante el trayecto. Otros perdieron dedos de los pies por congelación y
no pocos enfermaron. Tampoco ellos vieron a ningún indio por el camino y
para cuando llegaron a Fort Kearny, los guerreros que teóricamente lo
asediaban habían vuelto a desaparecer. Porque los indios, ahora sí, se
habían retirado definitivamente a sus respectivos refugios… no sin antes
haber atraído a nuevas tropas hacia el inclemente corazón de las
praderas, donde iban a ser azotados por lo peor del invierno. A los
soldados que llegaron para reforzar Fort Kearny y a los que ya estaban
allí les tocaba pasar por un auténtico calvario: con tanta nieve no
había pastos, así que perdieron —o se comieron— a casi todos sus
animales. Los suministros desde Fort Laramie no llegaban en cantidad
suficiente porque el mal tiempo y la dificultad del trayecto hacían casi
imposible la asistencia. En sus almacenes empezó a escasear la comida
fresca como la fruta y la verdura, así que los soldados, además de
enfermar por el frío, lo hacían también por el escorbuto. Los indios
estaban ganando una nueva batalla sin necesidad de disparar ni una sola
flecha, ni una sola bala de sus escasos y anticuados rifles. Todo lo que
habían necesitado era atraer más soldados a Fort Kearny para que el
famoso General Invierno, el mismo que había derrotado a Napoleón,
demostrase que se había aliado con Nube Roja y los suyos. Una vez más,
la astucia india estaba costándoles muy caro a los casacas azules
estadounidenses.
Todavía en pleno invierno, a principios
de 1867, finalmente, empezaron a llegar a Washington las noticias sobre
la intensa Navidad que se había vivido en las praderas: en la capital
supieron de la «masacre de Fetterman», del asedio sufrido por el ya
destituido general Henry B. Carrington en Fort Kearny, del ataque al
tren, etc. Aquello revolvió completamente la percepción que los
estadounidenses tenían del progreso colonial en las llanuras. Habían
creído que la paz estaba firmada pero ahora se encontraban con lo que
solo podía ser calificado como desastre militar. Los periódicos airearon
profusamente los inquietantes datos del catastrófico intento de dominar
las praderas. Los mensajes triunfalistas del presidente fueron
súbitamente ridiculizados por la realidad. Los Estados Unidos estaban
perdiendo la guerra. La situación era muchísimo peor que antes del
primer intento de firmar un tratado, cuando Nube Roja había salido
airado de Fort Laramie.
El gobierno de Washington envió nuevas
tropas a Fort Laramie para reforzar la presencia militar en la región,
pero a casi ningún oficial con dos dedos de frente se le escapaba que
incluso con aquellos refuerzos iba a resultar prácticamente imposible
someter a la coalición nativa. Sí, los indios eran poco numerosos y mal
armados, y su ejército tenía una organización desestructurada y
dispersa. Pero sus tácticas de guerrilla, su conocimiento del terreno y
su bravura contrastaban dramáticamente con la aparente indefensión de
los soldados estadounidenses en las praderas, desmoralizados por un
territorio inclemente y aterrorizados ante un enemigo al que veían como
diabólicamente astuto. Por otra parte, a causa de los recortes
presupuestarios y de la mala situación que se había heredado de la
reciente guerra civil estadounidense, Washington no tenía tantas tropas
de refresco como hubiese necesitado para hacer frente a la situación.
Los hombres que tenían en las praderas eran casi todos los que podían
desplazar a la región en aquel momento… y no parecían bastantes.
No hay invierno que dure por siempre y
finalmente llegó la primavera, lo que en principio constituía una buena
noticia, al menos para las maltrechas tropas de Fort Kearny. Pero con la
primavera no solamente retornaba el buen tiempo; también los indios
reaparecieron de donde quiera que hubieron estado ocultos.
Esta vez, la «Guerra de Nube Roja» se
dividió en dos frentes. Tras las deliberaciones que sin duda habían
tenido lugar durante el invierno entre los jefes indios, las tres
naciones habían decidido dividir sus fuerzas. Los cheyennes y los
arapajoes atacaron un fuerte en Montana. Mientras, los sioux de Nube
Roja lanzaron un ataque supuestamente definitivo a Fort Kearny para
intentar desmantelarlo por completo.
Auténtica camisa de Nube Roja, regalada por él a un antiguo militar y hoy expuesta en el museo de Pine Ridge. |
Sin embargo Nube Roja se topó con un
obstáculo que no podía haber previsto. En aquellos tiempos la tecnología
armamentística progresaba a velocidad de vértigo y los soldados blancos
disponían de un arma temible: el nuevo rifle Springfield, que había
llegado con los refuerzos enviados por Washington, era más fácil de
recargar, podía disparar más balas en menos tiempo y era un arma que
básicamente multiplicaba por diez la capacidad de resistencia de los
soldados guarnecidos en un fuerte. Gracias al Springfield, el ataque a
gran escala de Nube Roja fue firmemente rechazado: los sioux se vieron
envueltos en una lluvia de balas y se dieron vuelta rápidamente cuando
comprendieron que la potencia de fuego de los defensores resultaba ahora
prácticamente infranqueable. Pero Nube Roja se caracterizaba por
extraer lecciones incluso de sus fracasos: supo que, pese a su plan
inicial, ya no debía atacar directamente las guarniciones militares. Era
hora de retornar a las viejas tácticas: atacar las caravanas y los
convoyes de transporte que estaban facilitando la colonización minera a
través del llamado «camino de Bozeman», el mismo que conducía
directamente al oro de Nebraska. Quizá los soldados tenían mejores armas
ahora, pero ya no eran suficientes para cubrir todos los frentes. Los
sioux de Nube Roja, a quienes no se les había escapado la importancia
que los blancos concedían al ferrocarril, volvieron nuevamente sus ojos
hacia el «caballo de hierro». Con un fabuloso sentido de la oportunidad,
Nube Roja dirigió un exitoso ataque sobre un tren de la Union Pacific
que hizo saltar todas las alarmas en Washington. La importantísima
conexión este-oeste, clave para la consolidación de los Estados Unidos
como potencia internacional, podía pender de un hilo si los sioux
continuaban asediando el ferrocarril.
Pero si decidían enviar tropas a
proteger las vías de tren, tenían que descuidar la vigilancia en el
«camino de Bozeman», porque ya no disponían de soldados suficientes para
garantizar la seguridad en ambos frentes. Los indios, en cambio,
utilizaban tácticas guerrilleras que les permitían estar en todas partes
con muchos menos guerreros disponibles. Así que la providencial
aparición del rifle Springfield bien pudo haberle dado un giro a la
guerra en otras circunstancias, pero para entonces la situación
psicológica en Washington ya había cambiado del ciego triunfalismo de la
Navidad anterior al sentimiento de que se encontraban en la antesala de
un desastre. Los informes de los militares no ayudaban a mejorar los
ánimos: resultaba más difícil de lo previsto enviar nuevos refuerzos
para cubrir las numerosas bajas causadas por la coalición india. Los
comandantes advertían de que, de seguir así las cosas, apenas se podía
contar con el ejército como no fuese para agazaparse en sus fuertes,
utilizando sus modernísimos rifles para disuadir a los indios de atacar
las guarniciones directamente, pero poco más. Y aunque salieran a campo
abierto para enfrentarse directamente a los indios, o bien protegían el
ferrocarril, o bien protegían la carretera Bozeman que estaba
facilitando la colonización de Nebraska y aledaños. Una de las dos cosas
iba a perderse. Si es que no se terminaban perdiendo las dos.
El presidente, sus asesores, el
congreso… todos temían un cataclismo. Washington no tenía muchas
opciones. O dedicaban ingentes recursos —que no iba a resultar fácil
reunir— a intentar darle la vuelta a una guerra que podía alargarse
varios años más, ahogando el crecimiento de la nación, o intentaban
firmar de nuevo la paz, pero esta vez otorgando a los indios casi todo
lo que estos pidieran. Desde que Nube Roja abandonó las anteriores
negociaciones de paz, la coalición nativa había tenido todo a su favor.
Resultaba evidente que no iban a ceder. Era la primera vez desde la
llegada de los blancos al continente en que los indios se encontraban en
una posición más fuerte para negociar una paz.
Washington envió una nueva propuesta de
diálogo, aunque hacer llegar el mensaje costó lo suyo porque en Fort
Laramie y alrededores no se conseguía encontrar hombres dispuestos a
adentrarse en territorio sioux. Nadie se atrevía a llevarle
personalmente el mensaje a Nube Roja. Cuando finalmente encontraron un
voluntario, pese a todo, este entregó el mensaje y regresó con vida. Con
vida y con una respuesta de Nube Roja.
Firmas (marcas en forma de cruz) de los jefes indios en el Tratado de Fort Laramie. (PD) |
Esta vez, el gran jefe sioux quería
imponer varias condiciones antes de siquiera sentarse a parlamentar. No
negociaría nada al menos que los soldados abandonasen los tres nuevos
fuertes que se habían erigido en sus territorios, Fort Kearny incluido.
Ese era un requisito sine qua non para que se dignase aparecer de
nuevo por Fort Laramie. Washington aceptó, así que los casacas azules
abandonaron sus fortificaciones: tardaron apenas unas horas en saber que
los sioux les habían vigilado estrechamente para comprobar que
efectivamente se marchaban; los soldados estadounidenses vieron
humaredas en el horizonte, señal de que los fuertes ahora vacíos estaban
siendo reducidos a cenizas por los indios. El abandono de aquellos
fuertes era una renuncia territorial sin precedentes en el imparable
avance de los Estados Unidos a costa de las naciones indias. Después de
tres años de conflicto, la coalición india había derrotado a la potencia
emergente de más rápido crecimiento en todo el planeta. Y Nube Roja, su
principal líder, era el primer jefe indio que verdaderamente podía
afirmar que le había ganado una guerra a Washington. Sería el último.
La tensión en Fort Laramie se mantuvo
durante meses, porque aunque algunos jefes iban apareciendo para
negociar la paz, Nube Roja no daba señales de vida. Nadie podía afirmar
si estaba esperando para comprobar que no llegaban nuevas tropas a la
región, o si sencillamente estaba planeando una prolongación de la
guerra. Pero resultó ser la primera opción: Nube Roja no quería
precipitarse y tardó bastante tiempo en aparecer por Fort Laramie, donde
se lo esperaba ansiosamente. Cuando finalmente se dejó caer por allí,
ya sabía que los blancos no habían hecho ningún intento por volver a
avanzar en sus territorios. Sabía que tenía todas las cartas a su favor.
De todos los jefes indios presentes fue nuevamente el más duro a la
hora de negociar. Únicamente cuando se le garantizó la creación de una
muy amplia reserva india en cuyo territorio no podría entrar ningún
hombre blanco sin permiso expreso de los indios, aceptó a firmar unos
papeles que no podía leer pero en cuyo contenido confió con una
ingenuidad casi infantil, algo sorprendente en un guerrero tan
experimentado y astuto. Y es que también los blancos tenían sus
astucias. Nube Roja era un hombre de honor: bien sabía que los blancos
nunca cumplían sus promesas y sin embargo, pensó que aquella victoria
tal vez había cambiado la situación.
Después de firmar el tratado junto a
otros muchos jefes indios, Nube Roja se retiró a vivir a la reserva,
decidido a dejar atrás una vida marcada por las constantes guerras.
Estaba cansado de luchar. Había vencido a los estadounidenses y pensaba
que había obtenido para su nación un territorio inviolable en donde los
sioux pudieran vivir en paz, cazando búfalos, rindiendo culto a sus
espíritus y criando a sus hijos según sus propias costumbres.
Los
blancos, que son cultivados y civilizados, me han engañado. Y soy fácil
de engañar, porque no sé leer ni escribir. (Nube Roja)
Nube Roja no tardó en descubrir que
había sido engañado. El tratado de Fort Laramie contenía cláusulas que
le habían sido leídas de manera interesada (y que, aun sabiendo leer,
estaban redactadas con la malicia y ambigüedad propias de los abogados
gubernamentales; puede leerse el texto completo, en inglés, en este enlace).
No sabía leer, pero la realidad habló por sí misma de las malas
intenciones de sus antiguos enemigos. Por ejemplo, en una práctica
habitual de Washington, se habían incluido en la reserva sioux
territorios ya pertenecientes a otras naciones indias. De repente, los
sioux se encontraban metidos en otro conflicto territorial, esta vez
contra sus hermanos de raza. También resultó que el tratado, en
realidad, daba manga ancha para que los representantes del gobierno se
estableciesen en las reservas… y según la sinuosa y ladina redacción del
tratado, prácticamente cualquier blanco podía ser considerado un
«representante del gobierno» por el mero hecho de ser designado como
tal. El resultado fue que el acuerdo, tal como había sido explicado a
los jefes indios en término simples —y tal como ellos creían haberlo
firmado— empezó a ser vulnerado repetidamente. La anhelada paz en la
reserva empezó a tornarse insostenible: los Estados Unidos habían estado
ganando tiempo para recuperarse, simplemente, y los sioux se sentían
cada vez más decepcionados y enfurecidos.
Menos de una década después de la firma
de ese Tratado de Fort Laramie, en un ambiente ya claramente prebélico,
Nube Roja acudió a Washington en un último intento por detener un nuevo
derramamiento de sangre. Y como narrábamos en la primera parte, se
sintió decepcionado e incluso insultado por la frialdad de los
políticos, incluyendo al presidente, con quien conversó personalmente (y
con brevedad). Viajó a Nueva York y dio aquel discurso con el que
comenzamos la narración y que fue el último intento, a la desesperada,
de hacerse oír ante los blancos. Washington no cedió y los pocos
defensores comprometidos que la causa india tenía entre los
estadounidenses tampoco consiguieron mucho más. No se pudo evitar la
guerra. En 1876, tras siete años de precario alto el fuego y constantes
transgresiones estadounidenses, los sioux —liderados por guerreros de la
siguiente generación— volvieron a rebelarse ante la invasión blanca.
Pronto se sumaron sus antiguos aliados cheyennes. Estallaba la Gran
Guerra Sioux, comandada por Toro Sentado y Caballo Loco. Ahora ellos eran los grandes jefes.
Cuando
era joven, era pobre. Durante las guerras contra otras naciones luché
en ochenta y siete batallas. En ellas me hice un nombre. Por ellas me
eligieron jefe de mi nación. Pero ahora soy viejo y deseo la paz. (Nube
Roja)
Toro Sentado intentó, sin éxito, volver a derrotar a los Estados Unidos después de que Nube Roja buscara ansiosamente una paz imposible. (PD) |
Nube Roja no participó en una nueva
guerra donde los sioux perdieron lo que con él habían ganado. Pese a
victorias tan sonadas como la batalla de Little Big Horn (la misma en la que el célebre Séptimo de Caballería del general Custer
fue aniquilado hasta el último hombre) los indios ya no pudieron
inclinar de su lado la balanza. El desgaste humano y material terminó
erosionando su capacidad combativa. Varias malas cosechas y la
incompatibilidad entre dedicarse a la caza o a la guerra contra los
Estados Unidos hicieron que el alimento escaseara en los poblados
indios. La moral de los nativos cayó en picado cuando comprobaron que
los suyos empezaban a pasar hambre. Primero se rindieron los cheyennes.
Más tarde el jefe sioux Caballo Loco fue arrestado (murió en
circunstancias muy poco claras, recibiendo un bayonetazo cuando
supuestamente intentaba escapar de su cautiverio). Finalmente, el último
gran jefe sioux que todavía resistía, Toro Sentado, se rindió también
cuando la situación de su gente era ya desesperada a causa del hambre y
la escasez. Toro Sentado se había creado una enorme reputación entre los
blancos, muchos de los cuales le respetaban pese a haber sido un
enemigo. Demostró siempre una voluntad integradora e incluso adoptó como
hija a la legendaria tiradora blanca Anne Oakley, tras
bautizarla con un simpático nombre que venía a significar «la pequeña
con un disparo certero». También aceptó formar parte del curioso
espectáculo de Buffalo Bill y no rechazaba la convivencia con los
blancos, un sueño utópico que venía manteniendo incluso desde los
tiempos de la guerra. Sin embargo, también Toro Sentado murió en
extrañas circunstancias cuando se negó a ser arrestado ilegalmente, sin
la presencia del agente de asuntos indios de la región. Poco importó que
no llevase un arma encima. Su buena predisposición fue recompensada con
un disparo en el pecho.
Así pues, la resonante victoria de Nube
Roja duró apenas una década. Sobrevivió a Toro Sentado y a Caballo Loco,
legendarios jefes más jóvenes que él. También sobrevivió a su propio
país. Tras la derrota sioux, vio como la reserva era reducida a una
minúscula fracción de lo que había sido su Gran Nación. Vio como a los
suyos se le les daban territorios escasos, dispersos y poco fértiles.
Vio como los indios dependían ahora casi completamente de los
suministros gubernamentales de Washington, repartidos mediante aquella
corrupta red de agencias indias que tantas y tantas veces había
denunciado en el pasado. Pese a todo, Nube Roja nunca cejó en el intento
de obtener beneficios para los suyos: de camino a su vejez se convirtió
en un astuto político, incluso llegó a «convertirse» al catolicismo
—más bien se dejó bautizar— en 1884 porque pensaba que así sería más
fácil negociar con los blancos, ya que muchos de los principales
defensores de los indios pertenecían a asociaciones religiosas (Toro
Sentado hizo el mismo paripé, aunque parece que sí hubo conversiones
sinceras como la del jefe Ciervo Negro).
No consiguió gran cosa, pese a sus
esfuerzos constantes. Cuando llegó el cambio de siglo, la Gran Nación
Sioux era solamente un remoto en la mente de aquel anciano indio que
ahora estaba prácticamente ciego. Aun así, al igual que Toro Sentado,
nunca mostró desprecio o acritud hacia los blancos en general. Durante
sus últimos años, uno de sus grandes amigos fue un antiguo militar
estadounidense: el capitán James Cook. Cuando notaba próximo el
fin, dictó para Cook una afectuosa carta instándole a quedarse con
varios recuerdos suyos (como ropa personal o su pipa ceremonial con su
respectiva bolsa, una posesión muy simbólica e importante para los
sioux). Entre esos objetos estaba un retrato al óleo que un estudiante
de arte había hecho de Nube Roja. El viejo jefe insistía en que Cook
conservara el cuadro para que los hijos de ambos pudieran contemplar «el
rostro de uno de los últimos jefes que vivieron antes de que los
hombres blancos vinieran y nos expulsaran del antiguo camino que
veníamos recorriendo desde hacía cientos de años».
Nube Roja, Mahpíya Lúta, el único jefe
indio que ganó una guerra a los Estados Unidos de América, murió en 1909
poco antes de cumplir los ochenta años. Fue enterrado según dicta el
rito católico en el cementerio de Pine Ridge, bajo una losa blanca
presidida por una cruz cristiana. Aún hoy su tumba es un lugar de
peregrinación donde se dejan banderas o pequeñas piedras de recuerdo.
Actualmente, Red Cloud es el apellido legal de sus descendientes
directos: en julio de este mismo años 2013, por ejemplo, ha fallecido a
los noventa y tres años Oliver Red Cloud, su bisnieto y jefe de la «nación sioux» desde 1977.
Dos décadas después de la muerte de Nube
Roja, cuando las guerras que él protagonizó formaban parte
—convenientemente embellecidas— no solo del folclore estadounidense sino
de la cultura popular internacional, los jefes indios seguían alzando
su voz aunque ya nadie estaba dispuesto a escucharles. Durante mucho
tiempo la literatura, el cine y la televisión estadounidenses (y por
ende, las de sus imitadores a lo largo del globo) falsearon la historia y
retrataron a los indios de Norteamérica como meros salvajes empeñados
en cortar cabelleras —costumbre, por cierto, introducida por los
europeos— y en asaltar sin motivo a los plácido granjeros blancos. Hoy
conocemos mejor la verdad: sus tierras les fueron arrebatadas mediante
una larga cadena de agresiones, tratados vulnerados, promesas
incumplidas y por aquella barbaridad genocida llamada el «Destino
Manifiesto», la idea de que los Estados Unidos tenían necesariamente que
extenderse de una costa a otra de Norteamérica, buscando su lebensraum
sin importar que prácticamente todas las tierras de aquel continente
perteneciesen a otras naciones. Como decía amargamente una declaración
del Gran Consejo Indio de 1927, apenas dos décadas tras la muerte de
Nube Roja:
La
gente blanca, que está intentando modelarnos a su imagen y semejanza,
quieren que seamos eso que llaman «asimilados», quieren integrar a los
indios en la mayoría, destruir nuestra manera de vida y nuestros
patrones culturales. Creen que deberíamos estar contentos como aquellos
cuyo concepto de la felicidad es materialista y avaricioso, lo que
difiere mucho de nuestra forma de ser. Pero queremos ser libres del
hombre blanco, más que estar integrados. No queremos ser parte del
sistema, queremos ser libres y educar a nuestros hijos según nuestra
religión y según nuestras costumbres. Queremos ser capaces de cazar,
pescar y vivir en paz. No queremos tener poder, no queremos ser
congresistas o banqueros… queremos ser nosotros mismos. Queremos
conservar nuestra herencia, porque somos los propietarios de estas
tierras y porque a estas tierras es a donde nosotros pertenecemos. El
hombre blanco dice que existen libertad y justicia para todos. Ya hemos
experimentado esa “libertad y justicia”… lo cual ha conseguido que
hayamos sido exterminados casi por completo. No lo olvidaremos
A Horse With No Name - America:
Que bonito artículo. Le felicito por este blog del que siempre aprendemos algo nuevo
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